lunes, 14 de noviembre de 2011

Aprendiendo a nadar

En aquellos años no le tenía miedo a casi nada. Los veranos pasaban entre los juegos infantiles y los paseos al atardecer. Las mañanas eran largas y calurosas y solo me refrescaba con el agua  de los botijos que mi abuela ponía al umbral del patio, en la sombra, huyendo de los rayos del sol.
Ese día quedó grabado como algo insólito, totalmente inesperado , entre los recuerdos mas divertidos de mi niñez.
"-Josefina, corre, sal, nos vamos a la huerta de mi tía a bañarnos en la alberca, dile a tu madre que te deje venir con nosotras-·
"-Mamá, por favor ¿me dejas ir?-"
"-Tú no sabes nadar-"
"-La alberca no cubre, solo vamos a refrescarnos-"
"-De acuerdo, no llegues tarde a comer-"
Allí que nos fuimos, mis amigas del alma y yo, corriendo todo el camino para llegar lo antes posible a aquella maravillosa huerta, fresquita, con su alberca en el centro, rodeada de árboles frutales, con una gran higuera a cuya sombra dormitaba un gran perro.
Mis amigas empezaron a tirarse al agua y yo no iba a ser menos. Me quité el vestido y de un salto caí en medio de la dichosa alberca. Horror de los horrores, cuando intenté erguirme, mis pies resbalaron en el fondo tapizado de verdina y era incapaz de sacar mi cabeza del agua.
Empecé a tragar agua, agua, agua y más agua, los segundos que siguieron a tal hazaña fueron interminables, hasta que por fin pude mantenerme derecha, con la boca abierta cogiendo el aire que faltaba en mis pulmones. Empecé a caminar en el suelo resbaladizo para agarrarme al brocal de la alberca, pero a cada paso que daba, volvía a caer al agua de cabeza.
No me acuerdo las veces que repetí tan desagradable experiencia, pero comencé a mover los brazos y las piernas desesperadamente y ¡Oh sorpresa!, cuando me di cuenta que mi cuerpo empezó a flotar y no se iba al fondo.
Estuve en el agua toda la mañana, saliendo y volviendo a tirarme al agua. ya no me hundía, y el placer era maravilloso, algo que no había sentido nunca.
Al mediodía volvimos a casa, riendo y saltando todo el camino, cansadas por tanto ajetreo pero contentas por la mañana tan maravillosa que habíamos pasado.
Al llegar a casa de mi abuela donde vivía con mis padres, empujé la puerta con fuerza y corrí hacia el interior, cruzando el pequeño patio hasta llegar a la cocina.
Allí estaba ella, sentada en su silla de eneas, con el mortero en su regazo machacando las verduras que más tarde mezclaría con pan y agua del pozo para hacer un buen cuenco de gazpacho fresco.
Cuando me vió entrar, levantó la vista y me preguntó con la mirada y una sonrisa en sus labios.
Solo la miré fijamente y le dije: "-MAMA, YA SE NADAR-"    

3 comentarios:

María Rodríguez dijo...

Bonita forma de aprender a nadar, sobre todo por cómo la explicas.

Verdial dijo...

Entrañable. Parece que te estoy viendo, tal y como eras en la foto que tienes de flamenca, chapoteando en la alberca. Aprendiste a nadar porque te superaste, no te venció el miedo, igual que ha pasado otras veces en tu vida.

Me estás sorprendiendo con tus relatos, vales más de lo que imaginaba.

Un abrazo

pd: te tienes que venir al Club Literario.

Perol y Mortero dijo...

Seguro que el gazpacho que prepara tu madre nada tiene que ver con el que hacemos nosotras.

Un abrazo