viernes, 23 de diciembre de 2011

Simplemente Navidad

Y un año más llegó la Navidad tan ansiada para muchos y tan odiada para otros. Llegan los días en los que los padres llevan a sus pequeños a visitar los Belenes, a escuchar villancicos, pasear por las calles llenas de luces multicolores y comprar regalos que en estas fechas son especiales.
Tambien llegan esos días en los que echas de menos con más fuerza a los seres queridos que de un modo u otro no están con nosotros.
Pero hay otra Navidad, la que cada uno llevamos dentro, la que nadie sabe, solo tú y tu corazón.
Esa Navidad que vives a solas en silencio, aunque a tu alrededor exista luz, alegría y bullicio. Esa en la que haces examen de conciencia y miras como ha sido tu vida en un año atrás, la que te levanta el ánimo o te aplasta con más fuerza. ¿Por qué estos días te hacen pensar de una forma diferente, te hacen arrepentirte de algunas cosas que has hecho o has dejado de hacer si el año tiene 365 dias?
Tiene que haber un motivo por el cual tu vida cambia aunque solo sea por unos instantes, te pones unas metas a cumplir y pides que todo sea mejor.
Creo que solo te encuentras bien cuando miras a tu alrededor y ves a tus hijos, padres, hermanos, pareja y demás seres queridos sin una enfermedad importante que mine poco a poco su existencia. Es entonces cuando vuelves a la realidad, dejas tus pensamientos y disfrutas de esos días, de esos momentos de alegría contagiosa de estas fiestas.
La vida hay que vivirla día a día, con intensidad, con amor, con fuerza para combatir los vaivenes que te encuentras en el camino y compartir con los tuyos todo lo bueno que hay dentro de tí, no solo en Navidad, sino todos los días del año.
Quizás por eso, por lo que me hace pensar todo lo escrito, AMO  LA NAVIDAD.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Carta a mi padre

Mi querido papá:
Como todos los días desde que no estás entre nosotros, te recuerdo, ya no con pena, sino con dulzura y algunas veces hasta con alegría.
Hace dos días, las lágrimas que corrían por mis mejillas, me despertaron en medio de la noche. Tenía una sensación de tristeza y melancolía inusual.
Entonces, entre el silencio y la penumbra de mi habitación, me puse a recordar el sueño que hacía unos momentos había tenido contigo.
Te ibas de mi lado sonriéndome, me decías adiós con la mano y te alejabas entre las sombras. Yo te llamaba y tú solo me mirabas, hasta que me acerqué a tí y rocé mi mano con la tuya. Fueron unos instantes que me parecieron eternos, pero no pude retenerte. Me desperté y me pareció oir tu voz pronunciando mi nombre.
Pasé largos minutos notando tu presencia y me quedé dormida de nuevo sabiendo que estabas allí, junto a mi cama, guardando mi sueño.
Ahora solo puedo decirte que añoro los buenos días pasados, cuando intentaba por todos los medios que vivieras la vida más intensamente junto a mí, junto a nosotros, pero tú no querías, tu forma de ser y de actuar te lo impedían. Solo me queda la pena de no haber podido conseguirlo.
Papá, aún así, sabiendo que no estás, sigo mirando ese rincón de la casa que hiciste tuyo, del que no querías salir, como en esa foto de ahí arriba, abriendo el paquete que te habían dejado los últimos Reyes Magos.
Mientras te escribo esta carta, las mismas lágrimas que me despertaron la otra noche, vuelven a correr por mis mejillas y el corazón se me encoge de dolor por lo recuerdos, pero al mismo tiempo, noto que sigues aquí conmigo, con nosotros y que aquí seguirás por y para siempre.
Tu hija que te ama.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

A mi hija Elena

Anoche, mientras te veía dormir tranquilamente, recordé tu carita de pequeña, siempre sonriente, como ahora, y se me vino al pensamiento aquellos días cuando tenías pocos años y querías ser mayor.
Recogía la mesa y tú me ayudabas, me seguías a la cocina  con pasos seguros llevando entre tus manos alguna servilleta, un trozo de pan, la  botella del agua.... y me decías: "Mami, yo friego los plato ¿vale?", y me mirabas con los ojos muy abiertos buscando mi afirmación.
Entonces yo cogía el taburete de la cocina, lo colocaba delante del fregadero y te ponía un delantal recogido a la cintura con un gran lazo para que no te arrastrase.
Te doblaba las mangas hasta los codos, dejando al descubierto tus bracitos tersos y suaves, calentitos, invitando a acariciarlos y tú metías las manitas en el agua jabonosa y empezabas a jugar con la espuma, riendo de gozo.
Cogías la esponja y comenzabas a pasarla con cuidado por los platos que antes me habías ayudado a recoger de la mesa del comedor. Mientras, no parabas de hablarme y contarme todo lo que te había pasado en el cole, los juegos, los dibujos, las canciones que habías cantado con los demás niños.
Yo callaba, olléndote y mirando tus movimientos con deleite. Creías que no te escuchaba y me recriminabas con tu vocecita fuerte y decidida. Hasta que no terminábamos la tarea y no se recogía todo en la cocina, seguías a mi lado, segura de tí misma, decidida, sin rendirte, hasta el final, queriendo conseguir tu propósito.
Eres la misma, mi niña de siempre, la de fuerte carácter y gran corazón, la que consigue lo que se propone en la vida sin dejar a un lado a los demás. No cambies nunca cariño.

martes, 29 de noviembre de 2011

entre castaños

Algunos días de otoño me hacen revivir los que pasaba cuando niña en El Pedroso. Eran días de frío y sol, de alguna lluvia que empapaba el suelo y perfumaba el aire limpio de la sierra de Sevilla.
Si la mañana había empezado húmeda y lluviosa, generalmente, por la tarde, se despejaba y aparecía el sol radiante que templaba el ambiente. era en ese momento cuando nos poníamos las botas de agua y echábamos a correr al campo, acompañados por nuestra tía abuela a la que hacíamos sudar al querer seguirnos en nuestra marcha.
Intercalábamos los paseos, unas veces a coger castañas y otras membrillos con los que mi abuela nos hacía compotas exquisitas para tomar en la merienda. Los que sobraban, mi madre los metía entre las sábanas de la cómoda para darles aquel olor tan característico. Para nosotros, la recogida de castañas era una fiesta, dando rienda suelta a nuestra inquietud infantil.
Mis primos eran los encargados de subir a los árboles y amontonarlas en cima de una gran piedra, para que nuestra tía abuela la echara en un saco y llevárnosla a casa de nuestra abuela. Solo guardaba las escogidas, aquellas que mas tarde poníamos entre las brasa de la chimenea. Con los últimos rayos de sol regresábamos al pueblo, nos aseábamos con agua calentita y aquel jabón de la abuela de "Heno de Pravia" que me trae tantos recuerdos.
Nos sentábamos delante de la chimenea viendo como chisporroteaban las brasas, empapándonos de sensaciones que nunca olvidaré a encinas y pinos, a tierra mojada y romero, a risas y juegos infantiles, a tranquilidad y calidez que desprendía la presencia de nuestra abuela sentada junto al fuego.
Como me gustaría volver a aquellos años aunque solo fuera por unos instantes, para sentir de nuevo esas maravillosas sensaciones. Pero ese tiempo ha pasado y solo quedan de él relatos como este o recuerdos compartidos.
P.D. Con todo mi cariño a mi abuela Dolores por su ternura.

jueves, 24 de noviembre de 2011

cupido

La tarde estaba templada, invitaba a pasear y a Pablo se le ocurrió la idea de ir a pasear por las márgenes del riachuelo que cruzaba el prado cerca de su casa.
Tomó el camino que atravesaba la valla donde se enredaban los ibiscos que una mañana temprana había plantado hacía unos años.
Llegó andando con paso tranquilo, oyendo el rumor del suave airecillo que se levantaba casi todos los días a esa hora. Olió el perfume de la hierba fresca que le rodeaba mientras se acercaba al arroyo.
Entonces la vió, allí estaba ella, con su pelo largo y rubio como el trigo cayéndole en cascada hasta los hombros.
No pudo sino ir hacia ella contemplándola con deleite, mirando sus largas piernas, su pecho poderoso y a la vez cálido. La llamó suavemente y acarició sus hombros con ternura. Ella no respondió, solo lo miró con sus ojos color canela y fue hacia él con paso tranquilo y seguro. Cuando estuvo a su altura, Pablo tomó entre sus manos su precioso rostro y lo besó en la frente.
Sus ojos se llenaron de lágrimas por contemplar tanta belleza y solo pudo exclamar:
"ERES LA YEGUA MAS PRECIOSA QUE HE CONOCIDO EN MI VIDA"

lunes, 14 de noviembre de 2011

Aprendiendo a nadar

En aquellos años no le tenía miedo a casi nada. Los veranos pasaban entre los juegos infantiles y los paseos al atardecer. Las mañanas eran largas y calurosas y solo me refrescaba con el agua  de los botijos que mi abuela ponía al umbral del patio, en la sombra, huyendo de los rayos del sol.
Ese día quedó grabado como algo insólito, totalmente inesperado , entre los recuerdos mas divertidos de mi niñez.
"-Josefina, corre, sal, nos vamos a la huerta de mi tía a bañarnos en la alberca, dile a tu madre que te deje venir con nosotras-·
"-Mamá, por favor ¿me dejas ir?-"
"-Tú no sabes nadar-"
"-La alberca no cubre, solo vamos a refrescarnos-"
"-De acuerdo, no llegues tarde a comer-"
Allí que nos fuimos, mis amigas del alma y yo, corriendo todo el camino para llegar lo antes posible a aquella maravillosa huerta, fresquita, con su alberca en el centro, rodeada de árboles frutales, con una gran higuera a cuya sombra dormitaba un gran perro.
Mis amigas empezaron a tirarse al agua y yo no iba a ser menos. Me quité el vestido y de un salto caí en medio de la dichosa alberca. Horror de los horrores, cuando intenté erguirme, mis pies resbalaron en el fondo tapizado de verdina y era incapaz de sacar mi cabeza del agua.
Empecé a tragar agua, agua, agua y más agua, los segundos que siguieron a tal hazaña fueron interminables, hasta que por fin pude mantenerme derecha, con la boca abierta cogiendo el aire que faltaba en mis pulmones. Empecé a caminar en el suelo resbaladizo para agarrarme al brocal de la alberca, pero a cada paso que daba, volvía a caer al agua de cabeza.
No me acuerdo las veces que repetí tan desagradable experiencia, pero comencé a mover los brazos y las piernas desesperadamente y ¡Oh sorpresa!, cuando me di cuenta que mi cuerpo empezó a flotar y no se iba al fondo.
Estuve en el agua toda la mañana, saliendo y volviendo a tirarme al agua. ya no me hundía, y el placer era maravilloso, algo que no había sentido nunca.
Al mediodía volvimos a casa, riendo y saltando todo el camino, cansadas por tanto ajetreo pero contentas por la mañana tan maravillosa que habíamos pasado.
Al llegar a casa de mi abuela donde vivía con mis padres, empujé la puerta con fuerza y corrí hacia el interior, cruzando el pequeño patio hasta llegar a la cocina.
Allí estaba ella, sentada en su silla de eneas, con el mortero en su regazo machacando las verduras que más tarde mezclaría con pan y agua del pozo para hacer un buen cuenco de gazpacho fresco.
Cuando me vió entrar, levantó la vista y me preguntó con la mirada y una sonrisa en sus labios.
Solo la miré fijamente y le dije: "-MAMA, YA SE NADAR-"    

viernes, 11 de noviembre de 2011

mi abuelo

Recuerdo como si fuera ayer aquellas mañanas soleadas, bajando la cuesta que llevaba a la herrería. Antes de torcer la última esquina, ya se escuchaban los sonidos metálicos que se producían al golpear el martillo contra el yunque para poner derechas las herraduras que más tarde, mi tío colocaría en los cascos de los caballlos o las yeguas que llegaban a primera hora del día.
Los rayos del sol rozaban mis trenzas recién peinadas y yo las agitaba al viento, contenta, feliz......, con esa felicidad que dan los pocos años vividos. Al cruzar el arco que me llevaba al patio empedrado, divisaba a un hombre bajito, regordete, con poco pelo blanco cubierto con una gorra de visera gris. Siempre estaba ensimismado mirando hacia abajo, manipulando entre sus manos largas varas de cañas y eneas con las que fabricaba cestos de todos los tamaños.
En las paredes del patio colgaban pequeños cepos para los ratones. Mientras,  la fragua chisporroteaba en tonos rojos, naranjas, azules....y yo me arrimaba a ver como saltaban las chispas, con cuidado de no quemarme "como me decía mi tío".
Daba tres vueltas, cuatro o cinco, mirando el trabajo de mi abuelo y él levantaba la vista al verme acercarme y me decía con una sonrisa...." esta cestita va ser para meter los huevecitos que ponen las gallinitas y va a ser para tí ". Yo me arrimaba más a él y lo abrazaba y besaba y le decía "abuelito cuanto te quiero".
Este ritual era casi a diario, pero conforme me iba haciendo mayor las visitas a la herrería se fueron distanciando. Solo iba de vez en cuando, pero las caricias a mi abuelo no decayeron nunca. El último verano que pasé en el pueblo me despedí de él con un beso "hasta el año que viene abuelo"....Ese año llegó, pero él ya no estaba sentado en el patio de la herrería haciendo cestos ni en el poyete de la casa esperando mi llegada.

jueves, 10 de noviembre de 2011

otoño





Al despertar, me di cuenta que todo había cambiado a mi alrededor. El suelo ya no era gris como el asfalto, sino  ocre del color de las hojas de las hayas que habían alrededor de la verja del jardín. El otoño había comenzado.